La maldad suele cogernos por sorpresa porque esperamos verla venir con otro aspecto. En realidad, el problema es, precisamente, que no suele ser visible. En las películas sí. Sabemos que Fú-Manchú es malo porque toda su apariencia y gestos están diseñados para indicárnoslo. También ocurre así con los orcos de la Tierra Media, y quizás debamos agradecer a Batasuna el esfuerzo realizado para exteriorizar y hacer visible su maldad a través de su fisonomía, peinado y atuendo. Desde luego, si Egibar hubiera pronunciado sus palabras con una linterna apuntándole el rostro desde abajo, una música ominosa sonando, y hubiera finalizado su discurso con una risa vesánica, todo habría quedado más claro para la gente, pero las cosas no suelen suceder así. Y sin embargo Egibar estaba mostrándonos el mal cuando revelaba que, para él, la normalidad consiste en que ETA se siente en los ayuntamientos.
Egibar, al hablar de normalización, potencia un defectuoso mecanismo que consiste en confundir lo normal (lo que es acorde con unos planteamientos o principios) con lo que es habitual (lo que sucede reiteradamente). Es evidente que el exterminio de judíos era habitual en la Alemania nazi, pero resulta peligroso derivar de esta habitualidad la cualidad de normal. Porque sumergirnos en la habitualidad no nos libra de poder ser completamente anormales.
En realidad, la consideración de la maldad acaba no dependiendo tanto de un juicio basado en ciertos fundamentos o valores como de la etiqueta socialmente aceptada. Nadie duda hoy (salvo, quizás, algunos miembros del BNG) de la maldad de Hitler. O de la de Stalin, aunque esto ha costado mucho más. Pero, con frecuencia, este reconocimiento no ha provenido tanto del análisis intelectual como de lo que se percibe como socialmente aceptable o rechazable. Mientras esa etiqueta social no se ha desarrollado, la maldad ha podido ser aceptada.
Por lo tanto, la sociedad puede acabar digiriendo la maldad si se manejan adecuadamente la normalización y la etiqueta social. Hoy una gran parte de la sociedad vasca (y del resto de España) está ya inmersa en la normalización de Egibar y, a juzgar por las palabras de Alfonso Alonso, hay otros que quieren empezar a verla con benevolencia.
Egibar, al hablar de normalización, potencia un defectuoso mecanismo que consiste en confundir lo normal (lo que es acorde con unos planteamientos o principios) con lo que es habitual (lo que sucede reiteradamente). Es evidente que el exterminio de judíos era habitual en la Alemania nazi, pero resulta peligroso derivar de esta habitualidad la cualidad de normal. Porque sumergirnos en la habitualidad no nos libra de poder ser completamente anormales.
En realidad, la consideración de la maldad acaba no dependiendo tanto de un juicio basado en ciertos fundamentos o valores como de la etiqueta socialmente aceptada. Nadie duda hoy (salvo, quizás, algunos miembros del BNG) de la maldad de Hitler. O de la de Stalin, aunque esto ha costado mucho más. Pero, con frecuencia, este reconocimiento no ha provenido tanto del análisis intelectual como de lo que se percibe como socialmente aceptable o rechazable. Mientras esa etiqueta social no se ha desarrollado, la maldad ha podido ser aceptada.
Por lo tanto, la sociedad puede acabar digiriendo la maldad si se manejan adecuadamente la normalización y la etiqueta social. Hoy una gran parte de la sociedad vasca (y del resto de España) está ya inmersa en la normalización de Egibar y, a juzgar por las palabras de Alfonso Alonso, hay otros que quieren empezar a verla con benevolencia.
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